“Lo que más lo nutre a uno es el paciente”

 

Es un connotado cardiólogo, pionero de los servicios de hemodinamia en el Oriente venezolano, especialmente en Maturín. Hacerse médico para él fue una odisea. Su pregrado lo inició en la Universidad de Oriente, lo continuó en la región del Rostov del Don, de la Unión Soviética, y en la Universidad de los Andes hizo su reválida. Más de once años invirtió formándose en esos centros educativos.

Luego se especializó en cardiología; para eso volvió a la trashumancia: tuvo que ir a México y posteriormente a Brasil. Nació en un pequeño pueblo del Municipio Caripe, del Estado Monagas, Venezuela: La Guanota. Allí su padre fue poco a poco forjando una hacienda de café. Luego decide hacer su casa en el centro de Caripe. Posteriormente se muda a Cumaná, donde crea un modesto negocio de víveres, con el que pudo profesionalizar a sus hijos. Hablamos de Carlos Zerpa Barreto, nacido el año 1961, casado con Danny Castillo, médica anestesióloga, a la que conoció en Mérida y quien lo acompañó a México y a Brasil. El matrimonio tiene dos hijos: Giselle, de 32 años, que es odontóloga, y vive en Mérida; le dio la única nieta. El otro hijo es Carlos Daniel, que tiene 21 años, y hoy hace sus estudios universitarios en Canadà. El trabajo de médico de Zerpa Barreto se ha desarrollado fundamentalmente en el Estado Sucre y en Monagas, donde participa en programas de vanguardia en el desarrollo de la cardiología en la región.

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En compañía de sus colegas Fèlix Amatista y Luis Rivas

Las marcas de la infancia

Me veo muy lejamente jugando en las calles de Caripe, con los demás niños. Por ejemplo, volando los papagayos; jugando bajo la lluvia, con los barquitos que hacíamos con palos y con papel. Me vienen imágenes de libertad, de naturalidad, de paz, de entorno saludable. Hacíamos nuestros papagayos con nuestros propios materiales, con mucho color, con plásticos que recortábamos y pedazos de papeles de cuadernos viejos. Los rabos los hacíamos con pedazos de trapos que en la casa desechaban. A mi mamá siempre le gustó la costura. Aprovechábamos las épocas de las ventoleras, para volar nuestros papagayos. Los recuerdos de la infancia son una cosa que te marcan. Son vivencias que te acompañan para siempre.

Una familia de muchas mujeres

Somos once hermanos; ocho de la misma madre y del mismo padre. Soy el penúltimo de los hermanos. Mi casa era prácticamente un matriarcado. Cinco mujeres mayores, te imaginarás ese ambiente. Y tres varones. Las mujeres siempre llevaban la batuta. A veces nos usaban de chaperones. Mis hermanas son muchachas buenamozas. Fueron reinas del café, de las ferias de la naranja, de las flores…, del carnaval en Caripe… había muchas fiestas. Nacimos con comadronas en La Guanota. Pero en aquel entonces registraban los nacimientos en Caripe, que era el principal pueblo del distrito. El único que nació en un Hospital fue mi hermano César Guillermo (Memo), que nació en Caripito. Ello le ocasionò una complicación a mi mamá.

Esstampa de Caripe

La trashumancia de la familia

Nuestra infancia transcurrió toda en Caripe. Mi papá tenía una hacienda de café en La Guanota y posteriormente decidió mudarse a Caripe, porque allí donde vivíamos no había escuela ni liceo. Cuando estaba muy pequeño, papá compró una casa en Caripe. Era inmensa, con un zaguán, amplio, larguísimo, llena de cuartos. En el patio teníamos tambores para el agua, muchos de los cuales los regalaba la frutícola. Teníamos que recoger el agua, porque había agua en todos lados, menos en los tubos, llegaba una vez por la cuaresma. Aprovechábamos la lluvia para recogerla.

El entorno de la casa era espectacular: teníamos al lado una panadería. La única que había en Caripe. Yo me volví experto en los olores de los panes. Tuvimos muchas relaciones con el dueño de la panadería. Eso me marcó. Me gusta mucho el pan, con café… Soy un buen catador de pan. Éramos buenos vecinos. En el fondo de esa panadería hacían las cucas o catalinas. Y mi mamá, que siempre fue una mujer muy servicial, les mandaba café y otras cosas a los muchachos que las hacían. Y ellos nos enviaban muñecos con la harina de la catalina. Atrás lo que quedaban eran haciendas. Sembradíos de naranjas y de café. Era un ambiente muy sano. La rutina era ir a la plaza, al cine, comerse un helado, conversar, jugar. Los diciembres la gente venía de vacaciones. Llegaban los primos. La casa se llenaba de gente. Mi tradición de familia trato de ponerla de modelo. Compartíamos mucho. En la casa teníamos un solo televisor. Todos en una sala. Los libros que usó mi hermano mayor, eran los mismos que yo usé. En ese momento no se cambiaba tanto de textos en las escuelas. Y hasta los uniformes… yo usaba el que mi hermano dejaba. Había una orden en la casa de que al llegar de la escuela, lo primero que teníamos que hacer era quitarnos el uniforme. No éramos una familia pudiente. El ambiente familiar era espectacular. Y no solo la familia. Los vecinos. Todavía yo los visito. Suelo ir al sitio donde vivíamos, le dicen las Colinas de Rivero. El hijo del señor que tenía la panadería compró una planta eléctrica y cuando en Caripe se va la luz, allí no se va, porque el vecino comparte la electricidad. Se mantiene la solidaridad. Se respetaba mucho la casa. Teníamos que almorzar en la casa. Rendir cuentas en la casa. En aquel tiempo no se cerraban las puertas. Se les ponía solo una silla. Siempre acostumbrábamos tener un perro o una perra. Siempre hubo una mascota. Siempre el perro fue una compañía en la casa. No tanto como guardianes, pues era poco la inseguridad que existía. Éramos tantos en la Universidad que el gasto nos obligó a irnos a Cumaná. Cumaná tenía en ese tiempo más vida que Maturín. Tenía más universidad, más liceo, tenía la Escuela Normal. En el área médica, tenía más clínicas que Maturín. Mientras que Maturín tenía el Centro Médico, allá había como tres clínicas. Existía la Universidad de Oriente, la empresa de las salinas. Yo me imagino a mi papá tomando la decisión. Una vez le pregunté por qué no había venido para Maturín y me respondió que aquí no había posibilidades de hacer algo para mantener a la familia. Cuando él decide salir de Caripe, ya cinco de mis hermanas estaban en la Universidad. En Cumaná montó un negocio de víveres. Y decide vender su hacienda de café.

Con Danny, su esposa

Los amigos

Yo parto de una convicción: los amigos de la infancia son los amigos de toda la vida. Compartes con ellos, sabes quiénes son y te conocen. Todavía conservo unos pocos. Algunos han fallecido, otros se han ido del país y otros están en Caripe dedicándose a la agricultura. He sido un errante, he viajado muchas veces, lo que ha dispersado un poco mis contactos. Pero cuando nos vemos, ¡imagínate! Mi mejor amigo de infancia, Juan Carlos Morales, un muchacho brillante, un artista en toda la expresión, falleció. Otro fue Ricardo Gayzemberg, de familia polaca, hijo del dentista de aquella época. Lo vi hace poco, después de casi treinta años sin verlo. Vive en los Estados Unidos. Fue muy gratificante comunicarnos y contarnos qué hemos hecho cada uno. También recuerdo a Alí Contreras. Tengo otro gran amigo, Julio Rodríguez. Estudié con él en Rostov. Es un muchacho de Cumanacoa que se convirtió en cardiólogo. Es un ratón de biblioteca, y gracias a él pude aprender mucho, no solo sobre medicina. Nos identificamos tanto que estudiábamos juntos en mi casa. El tiempo que yo tenía libre coincidía con el horario de cierre del negocio de la familia en Cumaná.

El tío iluminador

Un personaje que sobresale en mi memoria es
mi tío político, Antonio Veccini. Era esposo de una hermana de mi papá. Creo que marcó mi afición por
la medicina. Hacía exámenes de orina, de sangre. Era como un laboratorista, de descendencia italiana. Tenía un conocimiento del mundo muy amplio. Fue uno de los fundadores de URD. Yo lo visitaba en su casa de Caripe. Y allí él conversaba conmigo. Era muy fabulador, pero en esa época uno no evaluaba si lo era o no lo era. Yo me enganchaba con sus cuentos. Me acuerdo que tenía en el centro de su casa una jaula inmensa. Decía que sus pájaros no estaban enjaulados. Tenía un árbol, donde vivían los pájaros: guacamayas, palomas, arrendajos… Imagínate lo grande de la jaula, que los pájaros volaban dentro de ella. Entrabas a esa casa y siempre oía el cantar de los pájaros. Eso le daba un aire especial. Cuando papá salía de viaje, él era un invitado especial. Viajábamos a su lado y nos echaba muchos cuentos. Era un tío respetado; Dios libre que no le hiciéramos caso. Tenía mucho carácter. Era un hombre de muchos principios y valores. Mi abuela, que era su suegra, creo que lo quería más a él que a sus propios hijos. Era por su propia forma de ser. Si nosotros, por ejemplo, estábamos en la calle haciendo alguna travesura, nos escondíamos de él. Tenía todo el derecho y el deber de jodernos, y papá no iba a decir nada. Una de sus hijas, Rosita Vechini, actualmente es pediatra, en Caracas. Ella es mucho mayor que yo. Yo escuchaba las conversaciones de ella con el papá. Si pasaba algo, inmediatamente la llamaban a ella, que era estudiante de medicina. En ese tiempo los estudiantes de medicina eran muy competentes. Por eso, puedo decirte que si yo pensé ser otra cosa distinta a médico, creo que no.

Andrés Giselo Zerpa Sotillet, Rosa María Barreto Torres (padres) acompañan a la hermana Enit Mercedes Zerpa Barreto, en su matrimonio,

La marca de la madre

Mi madre me marcó. Hasta el sol de hoy. Ella murió hace doce años. Se llamaban Rosa María Barreto. Apenas estudió hasta sexto grado. Desde muy joven se dedicó a trabajar. Su familia era grande. Era muy sacrificada. Los conocimientos que pudo haber tenido eran pocos. Papá era un hombre de carácter muy fuerte. En cambio, mi mamá fue la contraparte. Más complaciente. Y de más visión. Ella se crió con una familia que era evangélica. Quedó huérfana muy chiquita. Esa historia la conozco yo ya cuando estaba mayor. Un día me confesó que para ella casarse a los catorce años no fue fácil. Mi papá tenía casi treinta años. Y tuvo que echarse encima la familia. Se había criado con una tía con la que ella tuvo que trabajar duro. Tenía cuatro hermanas, de las que aún quedan dos vivas. Uno ve eso en retrospectiva. Mi mamá no dejó de insistir en que nos formáramos. Ella nos decía: estudien que es lo único que les va a quedar. A la hembras, que eran cinco y a nosotros, los varones, que éramos tres. Eso a mí me motivó mucho. Había que echarle bolas. Cuando mi padre decide vender su hacienda de café, antes de venderla, le preguntó a mi hermano Alexis si se iba a ocupar de la hacienda y este le dijo que no. El siguiente era yo, y le dije: ni piense que me voy a ocupar de ella; yo quiero estudiar. Iba estudiar medicina. Ya estaba claro en eso. Él pudo obligarnos a quedarnos con la hacienda, y no lo hizo. Creo que incidió en esa decisión el resto de los primos, que vivían en Caracas y en Puerto la Cruz. Teníamos una visión muy restringida. Pero creo que jugó un papel clave mi mamá. Tenía más conciencia de la importancia de estudiar. Ella alquiló algunos cuartos a unas profesoras que trabajaban en los liceos de Caripe. Siempre mujeres. Con nosotros vivieron varios profesores de liceo. Allí hubo mucho roce con ellos y se creó el clima de la formación académica. Una de las profesoras que vivió con nosotros, Carmen Victoria Laya, estaba suscrita a El Nacional. Le llegaba a la casa. Pero el primero que lo leía era yo. Lo primero que leía era la página deportiva. Ya era fanático de Los Tiburones de la Guaira. Pero leía otras cosas; por ejemplo la columna “Ciencia Amena”, de Arístides Bastidas. Claro, en ese tiempo no puedo decir que yo entendía todo eso. Eran cuatro cuerpos que tenía ese periódico. Quedé con esa costumbre, hasta que comenzaron a desaparecer los periódicos. Pero el domingo, los apartaba y pasaba todo el día leyéndolos. Mi madre leía algunas novelas de Rómulo Gallegos y poemas de Andrés Eloy Blanco… Mientras, uno leía peneca, comiquitas, propias de nuestra edad.

Con su nieta Ivanna

El padre de carácter recio

Mi papá, Andrés Giselo Zerpa Sotillet, era un hombre muy trabajador. Me decían que lo llamaban”El Bachaco”. Nunca me atreví a llamarlo así. Era un trabajador permanente. Se dedicó a la siembra de café. La fue haciendo poco a poco, comprando lotes de tierra. Esa hacienda existe, ha pasado ya como a tres o cuatro dueños. A él le gustaba regresar allá, porque aún tenía familia por esos lados. A mí también, a veces paseo por esa zona de La Guanota, Monagal, Culantrillar… Solía llevarlo en la camioneta. Saludaba a la gente. Nosotros vivimos del café. El tema con la economía del café es curioso: había que tener suficiente prestigio para que te fiaran todo el año para pagar al final. La Cosecha era en diciembre y enero. Una vez al año. Y después tienes que vivir de lo que cosechaste. Con lo que te pagaban era que se podían subsanar las deudas. Había mucha gente que prestaba, que te fiaba. Había muchos prestamistas en aquella época. Mi papá era un hombre de carácter recio, de pocas palabras. Nunca aceptó que anduviésemos con pelo largo, mal vestidos, sucios. Nunca le gustaron quejas de nosotros. Uno le ocultaba a veces las cosas. Cuando te jodía, te jodía. Pocas veces lo hacía, pero cuando caías, caías… no tenías escapatorias, te esperaba.

Los abuelos

Mi abuelo materno llegó a ser prefecto de Teresén. Estaba muy bien relacionado con Acción Democrática. Luego se fue de ese partido con la división del MEP. Leoncio Barreto se llamaba. Pero tuvo que trabajar mucho, luego de la muerte de mi abuela materna. Yo conocí también a mis abuelos paternos. De ellos, la que era una buena lectora era la abuela . Pero compartí muy poco con ellos.

La escuela en Caripe

En Caripe existía el Colegio de las Monjas, que era el Santo Ángel. Era privado. La escuela pública, era la “Abrahan Lincoln”. Esa sí es una escuela; todavía existe. Amplia, sus salones cómodos, con patio, con árboles. Era nada más primaria. Ahora hay dos liceos en Caripe, el “Julián Padrón”, que siempre ha existido y el “Miguel Veccio”, que era uno de los directivos de esa escuela. Después al liceo le pusieron su nombre. Había un kínder cerca de la casa. Allí también fui. Era también público. Full de carajitos. Estaba detrás de la iglesia. Me acuerdo muy bien de ese kínder. De quién era mi maestra. Una de las satisfacciones mías, luego como médico, fue atender a mi maestra de kínder, Eloína Cabello. Mi maestra de primer grado fue Arelis Márquez, de segundo grado, Zobeida Márquez , de tercer grado, Yolanda Amundarain, de cuarto grado, Elizabeth Bertucci. En sexto grado, me dio clase la profesora María Teresa Pérez. A muchas de ellas las he visto como pacientes. Siento un gran cariño hacia ellas. Por su dedicación, por lo que me pudieron dar en aquella época, para ellas siempre soy “Carlitos”.

En compañía de sus hermanos en el Caripe de su infancia (a la derecha de la segunda fila)

La tía maestra

En quinto grado me dio clase una tía, Eira Zerpa. Puedo contar una anécdota de ella, que es hermanita
de mi papá. Nosotros, hasta el día de hoy, la admiramos mucho. ¡Eso era una maestra! No de esa gente que llegaban allá a dar un mateo. Ella se dedicaba a los treinta o cuarenta muchachos que tenía en el aula. Pero era como mi papá, muy estricta, muy recia, muy disciplinada. Te cuento que una vez había un plan vacacional, un programa que instauró Alicia Pietri de Caldera. Se seleccionaba los dos mejores alumnos de cada grado. Y en quinto grado, éramos Pancho Silva (gran amigo; vive aún en Caripe) y yo los que teníamos las mejores notas. Pero mi tía se negaba a que yo fuera a ese programa, por temor a lo que iban a decir, por nuestra relación familiar. Para que tú veas lo estricta que era, hubo una vez un brote de sarampión. Por supuesto, como éramos familia grande, caímos en manada. Mi hermano, Alexis, que en ese entonces estudiaba quinto grado, le dio esa enfermedad. Y le fue a hacer el examen en el lecho convaleciente.

¡Para que veas! Decía: no te puedo pasar porque eres mi sobrino. El plan vacacional era en Cumaná, en la escuela República de Uruguay. Nos íbamos en autobús, por la costa, bajando por Santa María de Cariaco. Me iban a comprar una percha nueva, porque nos iba a recibir el gobernador. Nos llevarían para un hotel, nos bañaríamos en la piscina, en la playa… viajaríamos a Araya. No conseguía cómo hablar de eso a mi tía, con quien tenía mucha compenetración. Me pregunté: ¿por qué no voy a ir? Mi mamá fue a hablar con ella. El vecino de mi casa era el maestro Domicio González, subdirector de la escuela, un autodidacta, un hombre que hacía con sus manos muchísimas cosas. Nosotros compartimos mucho con todos sus hijos, uno de ellos, Rubén Andrade, por cierto, fue traumatólogo, falleció aquí en Maturín. Me acuerdo de ese maestro, era un hombre polifacético, me asombraba la cantidad de vainas que hacía en su casa, con sus manos. Hacía las piezas de ajedrez, las tallaba… Y allí aprendí a jugar ajedrez. Viendo primero. Primero jugaba los grandes, los chamos no tenían derecho, pero después que ellos terminaban nos poníamos nosotros. Empecé, con uno de sus hijos, José Antonio. Hasta el sol de hoy sigo con la afición, me gusta mucho jugar al ajedrez. Bueno… ese maestro intervino y habló con la tía del viaje a Cumaná. Yo entiendo ahora su posición, pero a mi no me parecía justa esa actitud de la tía. Te da la idea del aspecto moral de la tía. Afortunadamente, todo se resolvió. Y logré ir a Cumaná.

El bachillerato, entre Caripe y Cumaná

Yo inicié mi bachillerato en Caripe. En el Liceo “Julián Padrón”. Siempre fui un estudiante que cumplía las metas y nunca tuve problemas. Era muy activo. Me metía en cuanto juego había. Si había que jugar futbol, jugaba. Si había que jugar beisbol, jugaba. Si había que jugar trompo, jugaba. Mi bachillerato coincidió con la mudanza a Cumaná. Como te dije, en mi casa vivían unas profesoras y ellas me conocían, porque algunas de ellas me habían dado clases; una me dio castellano; otra, biología. Una de ellas habló con uno de mis profesores, José Herrera, que era mi profesor de física. Este conversó en la casa con mi mamá y le dijo: déjeme a Carlos en mi casa para que termine su bachillerato aquí. Me tenía aprecio. A veces cuando salía, él me encargaba del salón. Yo no quería irme. Imagínate iba a dejar a todos los amigos. El cambio para Cumaná fue por un lado traumático, y por otra parte me abría nuevos mundos. Venía de una formación pueblerina. Y llegar a aquella ciudad fue un choque. El liceo en Cumaná me quedaba muy cerca; apenas cruzaba mi casa, ahí estaba el “Silverio González”. Yo vivía en Cumaná II. En ese liceo aún no había cuarto ni quinto año. No teníamos conocidos, ni palancas. En mi casa nunca fuimos políticos. A mi hermano menor, que le tocaba estudiar tercer año, lo enviaron para un liceo lejano. Yo no conocía Cumaná. A mi mamá le dijeron que me inscribiera en el Liceo “Antonio José de Sucre”. Un vecino de mi casa era el Jefe de la Zona Educativa. Y gracias a él me inscribieron en el Liceo Sucre, emblemático de Cumaná, al lado de la Catedral. Había un régimen experimental, semestral como el de la Universidad. El liceo era un centro piloto. Yo venía de un sistema clásico de liceo. A los dos días intentaron meterme en la fuente que estaba frente a la Catedral. Como nuevo. No me acuerdo quiénes lo intentaron. Me aferré a la fuente y no pudieron. Alguien dijo: arrecho, el chiquitico. Otro día, entrando al liceo, me dijeron: mira, chamito, el kínder no queda aquí. Me di la vuelta y le dije: ¿sabes dónde queda el coñisimo de tu madre? Pero luego todo fue bien. Había biblioteca, canchas. Cerca quedaba la casa de Andrés Eloy. Me acuerdo del portero, se llamaba Melquiades.

La única vez que llegué tarde a la clase, no me quería dejar entrar. A ese portero habría que darle un premio. Tú no salías ni entrabas la hora que quisieras. Era el profesor Octavio Urosa el director. Me gustaba jugar básquet. Y mis amigos me protegían, yo era el más bajito. Iba a jugar billar con ellos en los bares cercanos. Ellos tomaban cerveza, pero yo no tomaba. Tuve muy buenas experiencias en el Sucre. Paul Tejada, un muchacho brillante, anestesiólogo, y yo presentamos un trabajo en el Festival Nacional de la Ciencia, que se celebró en Píritu. Y ganamos el primer premio. Fuimos con el profesor José Sánchez, que era nuestro profesor de Biología. Con él tuve muy buenas relaciones; una vez le dijo al director: yo con ese muchacho puedo ir al fin del mundo. Hicimos un trabajo con el Oceanográfico de la UDO, con la profesora Esther Fernández. Ella nos ayudó mucho; íbamos los fines de semana a procesar muestras, en la entrada del río Manzanares. Nosotros hicimos un trabajo sobre la contaminación de ese río; de sus afluentes, y de su desembocadura. Y ese fue el trabajo que mereció el premio en ese festival. Ya estaba dispuesto a estudiar medicina. Terminé mi bachillerato en el Sucre. Mis amigos siguieron siendo los de Caripe. Tuve en Cumaná algunos amigos, como el mismo Tejada, que luego se fue a estudiar medicina a Mérida; yo me quedé en Cumaná. También recuerdo a Héctor Luis Guaimare, que luego fue oftalmólogo. Un médico muy conocido en Cumaná. Con ellos fue con quienes más compartí. Compartí con pocos; en parte, era la edad. En aquel entonces era uno de los alumnos más chamitos del Sucre. Y mis intereses no eran muy compatibles con la mayoría de los compañeros. Nosotros teníamos un negocio que era familiar, en nuestra propia casa, sin empleados ni obreros. Todos trabajábamos allí. Mi hermano menor y yo nos echamos al hombro el negocio de la familia y por eso también sabía los gastos que teníamos. Mi hermana mayor se fue a Valera, otra estudiaba en la Normal, mi primer hermano entró a la universidad, yo tambièn, otro hermano estudiaba en Cumaná ingeniería, luego se fue al Puerto y el menor estaba terminando el bachillerato.

El liceo Antonio José de Sucre, de Cumaná

La larga travesía para ser médico

Ya yo estaba claro en que iba a estudiar medicina. Claro, era una forma de compensar ese sacrificio que
mis padres hicieron. Cuando me tocó escoger las carreras en la planilla de la OPSU, simplemente puse medicina, medicina, medicina… Tenía un promedio de 18, 5 y no quedé en ninguna universidad. Yo me decía: pero si mis vecinos entraron con menos promedio que el mío, ¿por qué yo no quedé? De allí nacieron esas tendencias izquierdosas que uno suele tener a esa edad y mi inconformidad con el sistema y mi rebeldía. Se creó un movimiento pro cupo en la UDO. Me acuerdo que en ese tiempo fue invitado a la UDO, Rafael Alberti… imagínate. Yo ese pobre indio caripero, en ese ambiente. Me tocó levantar pancartas. Conozco a gente de partidos izquierdistas. Ruptura, Liga Socialista. Al final se lograron diez cupos, y allí entré al Básico de Medicina. Y tuve que cursar física, matemática, química, un poco
de asignaturas para poder entrar a la carrera en sí. A diferencia de la ULA, donde tu entras de una vez. Pero no teníamos recursos para que me fuera a Mérida. Ya estaba terminando el Básico, casi listo para irme a la Escuela de Medicina, en Ciudad Bolívar. Incluso formaba parte de un grupo dispuesto a irnos allá; entre esos estaban Héctor Guaimare, Ramón Salazar. Uno de ellos fue a Bolívar, a buscar una casa. Éramos cuatro y a cada uno nos tocaba pagar unos quinientos bolívares. Pero había un programa de Becas de la Gran Mariscal de Ayacucho. Y quien me da la noticia de eso fue mi mamá. Recordar eso siempre me emociona. Y como leíamos el periódico siempre… me dijo: Mira, Carlos lo que salió aquí. Se ofrecían becas para los países socialistas: Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Rusia. Quería estudiar medicina en España…Pero eran esos los países a donde podía ir. Eso fue el año 1980. Te repito, no había arrancado en la Escuela de Medicina de Ciudad Bolívar. Pero estaba presto a irme. Nunca quise perder mis créditos aprobados. Me dije: si no me va bien por allá, vengo de nuevo aquí. Hice mi solicitud. Cuando me toca llevar los papeles, a Corporiente, que era donde se recibían los papeles de Fundayacucho, la secretaria me dice que ya los documentos de esas becas se fueron para Caracas. La secretaria me dijo que tendría que llevarlo personalmente a Caracas o mandarlo a la Coordinación de la Fundayacucho. Envié mis papeles. Pero estaba decepcionado, no pensaba que lo iban a considerar. No albergaba muchas ilusiones. Pero a mi casa llegó el telegrama de aceptación. Lo recibió mi mamá. Estaba en mi casa mi tío Miguel. Cuando llegué noté un ambiente extraño. Esas miradas raras. “Mira lo que te llegó”, dijo mi mamá. Ese telegrama mi mama lo conservó. Debe estar todavía en casa. Allí se me indicaba la fecha en que debía presentarme en Caracas. A mi tío no le atraía la idea de que me fuera para ese país, la Unión Soviética, un país comunista. Era él, como te dije, fundador de URD. Mi papá me preguntó que qué quería hacer yo, la respuesta que di fue: necesito el pasaje. El pasaje de ida no me lo daban, tenía que costearlo. La beca la empezaban a pagar allá. Como nunca había ido a Caracas, mi mamá decidió que fuera con mi hermano, que vivía en Puerto la Cruz. Fui a la UDO para solicitar una congelación del semestre. La única materia que me faltaba del Básico era Inglés IV. Luego fui a Puerto la Cruz, donde me conseguí con mi hermano y me fui a Caracas. Te imaginarás yo en Caracas en ese tiempo. Fue la primera vez que me montaba en avión. Siempre me gustó viajar. El invento que siempre más me ha gustado es el avión. fue mi primer viaje a Caracas. Llegué tarde la reunión. Ya estaba muy adelantada. Entré a ella. Eran veinte becados. En muchas carreras, algunos en medicina. Y nos dieron luego una charla.

Con sus compañeros de estudios en Rostov del Don, Unión Soviética (a la derecha de la primera fila)

La experiencia de la Unión Soviética

Por la premura del viaje, no tenía pasaporte. Me dieron uno provisional; en realidad, una hoja amarilla, que tendría duración por un año. Hicimos escala en Ámsterdam, luego en Polonia; estaba el problema
de Jaruzelski, había mucha convulsión. Y nos tocó hacer escala allí. Nos metieron en un sitio en el que
no podíamos ver para ningún lado. Nos pasaron para unos cuartos. Recién terminaban las Olimpíadas de Moscú. En el Aeropuerto de Moscú, mostré mi hoja amarilla. Y no entendía qué pasaba. Me retuvieron en el puesto fronterizo durante muchas horas. Revisaron mi maleta. Hablaban y yo no les entendía un carajo. Yo medio machucaba el inglés. Vino un muchacho que hablaba algo ruso y explicó; no sé, en verdad, qué dijo, yo estaba entre nervioso y preocupado. Me recibieron y me dijeron que me presentara a mi embajada a buscar mi pasaporte. Cosa que no hice de inmediato, puesto que tuve que hacer otros trámites, recibir la asignación de la ciudad donde iba a estudiar. Eso no era turismo. Nos asignaban las escuelas de medicinas aprobadas para extranjeros. Salimos luego a pasear, el frio era bestial. Nada que ver con el friíto de Caripe. Yo lleva solo un impermeable y un suetercito. Pero con frío salimos. Y luego vino toda la historia del Rostov del Don. Allí hice mi pregrado de medicina. Primero hice el idioma. Me pusieron una profesora en español, nada más. Ya después te empezaban a introducir todas las materias. Biología, química, matemática… Allí fue donde yo agradecí todo lo que había aprendido en el Básico de la UDO. Me sirvieron de mucho esos conocimientos. Me tocó codearme con gente de Colombia. Los colombianos tienen muy buena preparación. Gente de Perú, de Bolivia, de Ecuador. Había gente de todo el mundo; los africanos, los árabes de habla francesa, por ejemplo, tenían sus profesores. Después hacían la selección. Yo me quedé en la ciudad de Rostov del Don, la zona de los cosacos, al sur de Rusia, a orilla del río Don, llamado el Don Apacible. Se me abrió un abanico de cosas desconocidas. De mundo, de conocimiento, de personas, de países. Era otro idioma, otra cultura. Había mucha solidaridad en ese tiempo. Ahí nadie tenía nada. Nadie tenía carros, nadie tenía lujos. Tenías lo que tenías. Compartías las habitaciones. Siempre te asignaban habitaciones con algunos soviéticos; en parte para que aprendieras el idioma, en parte para saber qué pensabas. De verdad, uno se da cuenta de que siempre hay una forma de controlar. La formación en el área médica era muy exigente. Las clases eran de lunes a sábado. En eso tuve siete años, de 1980 a 1987. Vine a Venezuela una sola vez, en 1983. Se estaba inaugurando el Metro de Caracas. Todo era muy exigente y había mucha disciplina. La medicina era muy importante, para los mismos soviéticos era muy difícil. Exigían mucho. Las vacaciones, para disfrutarlas tenías que estar al día con tus estudios. No tenías que tener materias pendientes. La medicina que se enseñaba era una medicina muy clásica y muy rusa, en el sentido de que ellos le ponen nombre de médicos de ellos a enfermedades que uno conoce en otras partes con otros nombres. Y uno descubre que tuvieron muchos méritos en la evolución de la medicina. La distancia profesor-alumno era muy marcada. O sea, que tú te fueses a echar palo con un profesor, eso no existía. Por lo menos hasta cuando yo estuve. Era una distancia de que el profesor estaba allá y tú acá. Después venían los asistentes del profesor, los que hacían postgrado en esa materia. Decirte que compartíamos con los profesores, no. Cada área de país, tenía lo que llamaban profesores guía, que eran los que abogaban por ti cuando tenías algún problema. Y teníamos un Consejo Estadal especial para extranjeros, donde se abordaban los problemas de manera más directa. Las clases comenzaban y nadie las interrumpía, no podía entrar si llegabas tarde. No como en la UDO, donde tú entrabas y te salías de la clase sin decirle nada a tu profesor. Eso se tomaba como algo natural. Incluso en la UDO, los alumnos fumaban dentro del salón. Allá era completamente distinto. Existía el respeto tanto del alumno hacia el profesor como del profesor hacia el alumno. Las exigencias de ellos eran netamente académicas. Pero también veíamos materias muy políticas. Había que leer a Marx, a Engels, a Lenín… a todos esos escritores. La literatura y toda la cultura de Occidente eran muy censuradas. Recuerdo a un amigo que metía entre la música clásica, discos de los Beatles; este tipo de música era prohibida. Me dediqué en cuerpo en alma a lo que fui. Al segundo año comenzamos a ir a los hospitales. Hubo gente que se regresó porque no soportó la parte del idioma, el frío, el invierno… se experimentan temperaturas heladas… son sociedades adaptadas a ese tipo de clima. Viajé mucho. El consejo que me dieron los amigos fue que no viajara el primer año. Que me quedara, para fortalecer el idioma. Me ubiqué como trabajador raso en una empresa, donde aceptaban los extranjeros que quisieran trabajar un mes. No era gran cosa la paga, pero lo importante era que me codeara con la gente. Aprendí allí muchas palabras, que no había aprendido en la escuela. Ese es un pueblo muy marcado por las guerras. Era interesante la forma cómo ellos celebraban sus fechas patrias. Por ejemplo, la victoria sobre los nazis, el 9 de mayo, el primero de mayo, día del trabajador, el día de la revolución, lo que se llamaban la revolución de octubre, la celebraban en septiembre. Luego de graduado tuve que ir a Moscú para arreglar el asunto del título.

Reunido con el equipo de médicos y de enfermería de la Policlínica Maturín

De regreso al país

De regreso a Venezuela, hicimos escala en La Habana, de allí a Lima y finalmente a Maiquetía. Al regresar tenía que hacer la reválida del título. Hablo con algunos amigos para ver si la podía hacer en la UDO, que estaba en plena vacaciones. Un amigo me consiguió los requisitos, había que ir directamente a Ciudad Bolívar. Me sale un viaje para Caracas y allí voy a la Universidad Central. Era complejo, hablé con personas que habían vivido la experiencia. En la UDO me exigían repetir como unas nueve materias. A los que venían de fuera, no lo trataban bien. En Caracas visité la casa de Amistad Soviética-Venezolana. Allí conozco a un pediatra que era director de la Casa de la Amistad. Ellos tenían también becados. Y me invitan a ofrecerles charlas a unos muchachos que habían sido becados para Unión Soviética. Había un muchacho cuyo padre era (Alirio Liscano, del PCV) profesor de la Universidad de los Andes, quien acompañaba a su hijo. Conversando con él me indujo a hacer la reválida en Mérida. Y ofreció ayudarme. Decido ir a Mérida. Mis padres habían regresado a Caripe. Mi mamá nunca se adaptó al calor de Cumaná. Ya habían despachado la tropa. Me comunico con ellos y les aviso que iba a Mérida. Cuál no sería mi sorpresa, que bajándome del autobús en el terminal de Mérida, me recibe el profesor Liscano. Me llevó a su apartamento. Y gracias a él termino haciendo la reválida en Mérida. Allí hice las asignaturas prácticas que eran medicina interna, ginecología, cirugía y pediatría, con pasantía en el hospital de la Universidad.

El residente

Luego de Mérida vino Güiria, ya graduado. Allí había un hospital muy activo. Cubría un territorio muy amplio. Eran 12 residentes. Estuve allí con ocho residentes maracuchos. El único oriental era yo. La gobernación de Sucre hizo un convenio con la Universidad del Zulia. Tuvimos mucha experiencia de tipo médico asistencial. Fue muy complejo. Por la forma de ser del güireño. Allí fui el coordinador de residentes de Güiria. Hago mi año rural. Abren un concurso en el Hospital de Cumaná. Entro a formar parte de los médicos del internado. En ese entonces había una ventaja, porque Araya, a través de Ensal, daba mucho apoyo. Ellos necesitaban médicos. Ensal Ofrecía a los médicos oportunidades, y les daban los beneficios que tenían sus trabajadores, mientras duraba tu residencia. Entonces, estaba en el hospital de Cumaná y tomé el trabajo de Araya. Luego me caso. Me fui a Caripe a casarme, en la Iglesia de San Agustín. Mi esposa también es médico, anestesióloga. Hizo la rural en Muelle de Cariaco. Ese ambulatorio es relajante, porque está a la orilla de la playa. Iba cada quince días a estar con ella.

Con Danny, su esposa,Giselle y Carlos Daniel, sus hijos

Los estudios de cardiología en México

En Araya conozco al médico Luis Díaz, que estaba en mis mismas condiciones, haciendo su residencia, quien había estudiado en México, en Guadalajara. Los dos habíamos hecho la reválida. Él en la UDO. Nos gustaba mucho la cardiología. Empezamos a estudiar. Le manifesté mi interés en irme a México, a estudiar cardiología. Dejo Araya, termino mi residencia y estoy ya instalado en el Hospital de Cumaná. Él se va a México a hacer su postgrado. Mantuve comunicación con él. Conozco en Cumaná al José “El Perro” Velásquez, que también se graduó en México. A él también le manifesté mi deseo. Me dijo que contara con él, que podía ayudarme con los contactos que había dejado en ese país. El amigo Luis me envía los requisitos, comienzo a hacer solicitudes de préstamo. En aquel momento la Gran Mariscal daba préstamos, sujetos al rendimiento. Me fui a México. Primero me impactó Ciudad México. Sobre todo, cuando vas llegando; te dicen, ya vamos a aterrizar y pasa una hora y todavía nos has aterrizado. Es muy grande la ciudad. Pero lo que más me impactó fue la estructura del Instituto de Cardiología de México “Ignacio Chávez”. Con un edificio de diez pisos, con espacios para hospitalización, para residencia de médicos. Estaba en la llamada zona de hospitales, donde había otros espacios para la medicina. Allí comienzo a hacer mi postgrado de Cardiología. Se trabajaba muchísimo. Había mucha disciplina. Evaluaciones frecuentes. Estando en México me avisan que me aprobaron el crédito. Ya yo tenía una niña, tenía un año. Me traigo a mi mujer, quien se había quedado en Cumaná. Luego de tres años termino mi postgrado. Y como mi esposa había comenzado el suyo después, me quedé a esperarla en México. Y decidí incorporarme a la especialidad en hemodinámica, en el mismo instituto. Allí fui coordinador de los residentes de ese servicio. Ya no tenía el crédito. Pero recibía algunas ayudas, y con eso resolvía y muchísimo. Mi esposa terminó su postgrado. Se me presentaron algunas oportunidades de quedarme, pero preferí regresar a Venezuela. Nunca pensé en quedarme.

En Maturín

Regreso a Cumaná. Coincide mi venida con el terremoto de Cariaco. Comienzo a hacer gestiones para volver al hospital. Con Luis Díaz visito algunas clínicas en Barcelona y Puerto la Cruz. Pero las clínicas te pedían por una acción mucho dinero. Venía de México, el contraste con Cumaná me impresionó. La ciudad tenía una economía deprimida. Ya la universidad no era lo mismo, Ensal no era lo mismo. Julio Rodríguez, que estudió en Rusia, y que estaba en Punta de Mata, me dijo: compadre, dé una vuelta por aquí, hay mucho trabajo. En uno de esos viajes, se realiza un congreso en Maturín. Ese congreso coincidía con un concierto de Soledad Bravo en Campo Rojo, de Punta Mata. Eran unas jornadas de cardiología, en el hotel Morichal Largo. Mi compadre me invitó a ese concierto. El fin de semana lo pasamos aquí en Maturín. En esa jornada me invitan a conocer el Centro Cardiovascular de Maturín. El lunes siguiente fui allá y conocí a casi todos los cardiólogos que trabajaban allí. Me dieron buena impresión. De allí nació mi idea de venirme a Maturín. Era el director el Dr. Miguel Álvarez. Vi mucho ambiente. Desconocía que ese centro operaba aquí. Me informó el Dr. Álvarez que no había cargos disponibles, pero que había un mecanismo de autogestión que podía posibilitar mi entrada a ese centro, me invitó a que le trajera los papeles. A mi esposa le habían dado un cargo como anestesióloga en Cariaco, estaba muy impactada por lo del terremoto. Fui a visitar el pueblo. Fui de Cumaná hasta Caripe y vi la secuela. Hicimos una donación de la familia. Bajé con mi hermano al pueblo. Terminé instalado en Maturín, sin cargo fijo. Y fui abriéndome espacios. Había un proyecto de montar aquí un servicio de hemodinamia. Como vine con experiencia en esa área, me encargaron a mí de ese proyecto. Aquí no había ese servicio, el que más cercano existía, estaba en Caracas. Se me abrieron las puertas con unos amigos de Ascardio, en Barquisimeto y en el Centro Médico de Caracas. Era gobernador Luis Eduardo Martínez. En una jornada oriental de cardiología, él dio la noticia de que se aprobaron los recursos para montar ese servicio. Y se hizo la licitación pública. Y se me dio una gran responsabilidad en esa licitación. Eso me dio la oportunidad de conocer las empresas que producen esos equipos, empresas muy grandes. Ganó la Siemens, que me causó buena impresión. Me fui a conocer cómo funcionaban esos equipos, primero a Caracas, luego a Valencia y después Barquisimeto. Me nombraron coordinador de esa área. El centro tomó un impulso impresionante, cambió la historia de la medicina aquí en Monagas. Se abrió el servicio de cirugía cardiovascular, empezamos a hacer operaciones cardiovasculares. Las clínicas comienzan a moverse en esa dirección. La Policlínica abre un servicio de hemodinamia. También el Metropolitano, posteriormente Isamica y la Victoria. De no tener ninguna sala, pasamos a ser un estado con cinco salas de hemodinamia. A mí me parecía que eran muchas, para la población que tenía Monagas.

En Brasil

No recuerdo dónde conocí, en unos de esos congresos, al Dr. Eduardo de Sousa, del Hospital Dante Passanezze, de Brasil. No sé si fue en Argentina o en Estados Unidos. Me interesé sobre todo en unas exposiciones de casos clínicos. Estaba interesado en mejorar mi conocimiento en las técnicas y procedimientos, me enteré que ellos abrían una beca anual para médicos que estaban iniciándose en este servicio en América Latina. Abordé al profesor. Me habló en español y me dijo que conocía a Maturín. Me aconsejó que buscara los requisitos en la Sociedad Latinoamericana de Cardiología Intervencionista ( SOLACI). Yo soy cofundador de la versión de esa asociación en Venezuela (aquí se llama SOVECI). La beca consistía en que te daban recursos suficientes para mantenerte en cualquier ciudad de América Latina. En concreto, había la posibilidad de Brasil o Argentina. Existía el Instituto “Dante Passanezze” en Brasil. Ese fue un médico italiano que aportó mucho a la cardiología de ese país. La otra era Buenos Aires. Me decidí por Brasil. Concursé y esperé la decisión. Casualmente, para el 2001 hacen una reunión de SOLACI en Venezuela. Y allí iban a decir quién era el ganador de la beca, que, por cierto, la patrocinaban algunos laboratorios. Y me asignan la única beca que estaba en concurso. La gente del hospital de Brasil me abordó. Me regreso a Maturín. Me preocupaba porque el servicio iba a quedar un poco mocho. Me fui a Sao Paulo. Me presento al hospital. Y me indica que tengo hacer el visado por Caracas. Me vuelvo a Venezuela. Hice el papeleo para llevarme a mi esposa y a mi hija. En el consulado me dijeron que no me podían dar la visa. Pretendían que fuese a Brasil para demostrar que lo que iba a hacer no había ningún brasileño que lo pudiese ejercer. Le expliqué que lo mío era una beca. Pero no hubo manera de convencerles. Me fui y volví. Sin visa para mí era muy complicado, tenía que salir cada tres meses. La funcionaria insistía en que tenía que traer una carta del Ministerio del Trabajo de Brasil. Tenía el tiempo contra reloj. Insistí en ir y tuve la misma respuesta de la secretaria: ya la dije que no le vamos a procesar su visa, sin la carta del Ministerio del Trabajo. Solicité una entrevista con el cónsul. Me senté a esperar que me dieran esa entrevista. Conseguí la entrevista y lo primero que le expliqué fue que no tenía ninguna intención de quedarme a trabajar en Brasil. Le explico que me asignaron una beca, que dirigía un servicio médico en Maturín, y que volvería a él, una vez terminado mi postgrado. Le enseñé la carta del Instituto que me aceptó. Casualmente, el cónsul tenía un hermano cardiólogo en ese instituto. De inmediato llama a la secretaria, que me había bateado tres veces, y le ordena que me procesaran la visa. Fui a Brasil. Me hicieron la extensión de la visa para mi esposa y mi hija. Vine a buscarlas. Y nos fuimos los tres. Allí viví casi año y medio. Allá mi esposa salió embarazada del actual varón. Fue un embarazo un poco complicado. Tuvo que volverse a Venezuela, con casi dos meses de embarazo. La experiencia allá fue maravillosa. Mejoré en lo personal mucho. En la hemodinamia avancé bastante.

En Mérida

La experiencia del Cardiovascular

Me vine de nuevo a Maturín, ya había comprado una casa en Tipuro. Tenía muchas relaciones con la gente del ambiente de la cardiología. Paso a formar parte de la directiva del Centro Cardiovascular de Oriente. Empezamos a hacer grupos aquí en Maturín, donde se abrireron nuevas clínicas. Vinieron nuevos cardiólogos a la ciudad. Creció mucho la parte de cirugía cardíaca. Hay recortes de prensa que reflejan ese movimiento. Teníamos un buen marketing. Si uno compara con lo que tenemos ahora, la verdad es que podemos decir que éramos de avanzada. Seguimos luchando con proyectos como los quirófanos para el área cardíaca en el Hospital, por la Unidad de Cuidados Coronarios. Allí cobrábamos cuotas muy económicas por las consultas. Luego vinieron los políticos y metieron sus manos allí, y politizaron eso. Desmembraron las fundaciones. Hubo una comisión de intervención del Cardiovascular y se decidió que
todo era gratuito. Yo, por supuesto, estaba en el medio del problema. No tenía ninguna filiación política; simplemente era coordinador del àrea de Hemodinamia. Cuando nos reunimos con el personal, pregunté cuál era la finalidad de ese movimiento, y aparentemente parecía que todo iba a funcionar igual, con el apoyo desde el punto de vista público, del Ministerio de Salud y de la Gobernación. Se nos dijo que se nos iba a dar todo lo que se necesitara. Cosa que inicialmente funcionó. Pero solo por poco tiempo. Luego comenzaron a fallar los materiales. Pero tampoco voy a decir que no funcionara; funcionaba con el material que enviaba el Ministerio, material del que llevábamos un control estricto. Seguíamos atendiendo bastantes casos, atendíamos la población de todo el oriente. Era el único centro del Oriente que hacía cateterismo. Recibíamos pacientes de todo Monagas, de Tucupita, parte de Bolívar, de Nueva Esparta. Eso hacía que el material se acabara más rápido. Cuando empecé hacer estas cosas, comencé a tomar conciencia de que había alcanzado una meta que nunca me había imaginado lograr, no solo por la proyección que se le dio al Cardiovascular; sino por la conformación de todo el equipo que trabajó en esos proyectos. Nunca dejábamos de hablar de equipo. Siempre que íbamos a los congresos yo me llevaba al personal técnico, a las enfermeras para que también se enriquecieran con esos congresos. Siempre defendí eso. Pensaba que era mucho más lo que podíamos dar, al ritmo que íbamos. Obviamente, hubo un frenazo. Pero de ese barco no podía bajarme. Había que seguir luchando porque había costado mucho. Por ejemplo, cuando teníamos cierto autofinanciamiento y se dañaba una pieza, inmediatamente llamábamos a Siemens. Y los técnicos así no le pagáramos los viáticos, si tenían que ir a Anaco, por ejemplo, aprovechaban para venír a Maturìn. Porque los tècnicos se sentían muy bien atendidos aquí, y sabìan que aquí la gente lo que quería era trabajar. Si habìa que arreglar una tarjeta, ya a los dos días, el equipo estaba operativo. Cuando comienza a haber falla de luz, de transformadores, uno sentía que eso se escapaba de nuestras manos. No teníamos recursos para eso. ¿Qué queda de eso? El equipo enterito. Intacto. La gente que ha venido a ver el equipo, apenas fallan algunas tarjetas. Pero el equipo humano se ha desmembrado. Lamentable, tanto que costó formarlo… ese personal está muy bien formado en esa área. Hacíamos tres y hasta cuatro cateterismos diarios. Aún no me desprendo de ese centro. No lo hago, sigo yendo al Cardiovascular. Paso consulta. Asisto a la unidad de Cuidados Coronarios. Atiendo a la parte académica con algunos estudiantes. Médicos de fuera que nos ha visitado dicen que no han visto un equipo tan bien conservado.

Los médicos guías

De mis guías guardo buenos recuerdos. Por ejemplo, te hablo del Dr. Rafael Trujillo , en Cumaná. Él murió, por cierto. Era el Jefe de Medicina Interna del “Antonio Patricio Alcalá”, de Cumaná. Fue una persona orientadora. Yo llegué a ser Jefe de Residentes del Hospital de Cumaná, aunque era el más nuevo. Eso no implicaba más sueldo, sino más trabajo, porque tenía que coordinar todas las guardias y a todos los residentes, a los internos de pregrado, en el área de Medicina Interna. Me tocó trabajar con el Dr. Josè Quintero, que atendìa en emergencia. Todos ellos me tomaron mucho cariño. También te nombro al Dr. Enrique Barreto Coello y a Edmundo Martínez. Allí hubo una formación. Y yo siempre traté de ser muy responsable y disciplinado. No recuerdo un día en que haya faltado a mis clases. En México, recuerdo a mi gran maestro, en la parte de Cardiología, José Guadalajara; por cierto, me regaló este libro en una visita que le hice, cuando asistì a un congreso que hubo en México. Ese es un libro clásico allá. Gran Maestro. También de ese mismo país recuerdo al Dr. Carlos Martínez, que fue el Jefe de Servicio de Cuidados Coronarios y al Dr. Marcos Martínez Ríos, a Jorge Gaspar, que ahora es el director del Instituto. Fíjate, un hecho curioso, el Dr. Martínez Ríos nos regalaba entradas para que fuésemos a oír ópera en el Teatro “Chapultepec”. Èl decía, y es verdad, que para el médico era importante la cultura. El Dr. Ignacio Chávez pregonaba mucho eso; se le veía con mucha frecuencia en la foto de los periódicos con Fridda Khalo, con Siqueiros… se codeaba con gente importante del arte mexicano. Cuando estaba en el Instituto, el hijo del maestro Chávez, era su director. Allí realmente había mucha gente con mística de trabajo,
con dedicación. México tiene en esa área un enorme respeto internacional. En el Instituto frecuentemente estaban presentes los grandes papaupas de la cardiología mundial, invitados para hacer charlas, intercambiar experiencias, etc. Y eso es lo que uno busca. Aparte de la academia, el desarrollo de la cardiología en los diversos espacios.

La medicina: oficio, pasión y vocación

Al comienzo pensaba que para estudiar medicina tenía que tener buena memoria; caletrearme todo… luego entendí que no es solo eso; hay que tener claro los conceptos y se requieren muchas otras lecturas. La medicina es un todo: es un oficio, una pasión, una vocación… Es mi trabajo, mi modo de vivir, mi pasión… El paciente te agradece, con cualquier detalle: una bola de cacao, un dulce o solo un gesto. Creo que eso es lo que más lo alimenta a uno. Cuando te dice: “Gracias a Dios y a usted”. El médico mientras más sabio, más humilde. La satisfacción personal nuestra es increíble. Lo que más lo nutre a uno es el paciente. La experiencia del paciente. No me he desprendido del hospital por eso. Hay una labor social que uno debe hacer. Y yo la hago, más allá de lo que pueda representar un sueldo de la administración pública. Todavía soy médico del hospital, Médico Especialista Tipo II. Siempre trato en lo posible de fomentar la formación. Yo digo que un hospital no puede llamarse universitario si no hace evaluación de sus prácticas. Que el médico sepa si cuando operó lo hizo bien o no. O que el médico que está tratando una patología demuestre que sí estaba bien encaminado. Para eso nos falta mucho. Yo peleo siempre con los médicos que tienen fallas ortográficas. Si bien es cierto que uno no se las sabe todas, creo que el médico debe tener un buen léxico, de altura. Odio a un médico que no escriba claro. El médico que no escriba claro no es porque en la profesión tenga que ser así, eso es mentira. Es simplemente porque no tuvo una buena formación, cuando empezó con el abecedario. ¿Con el paciente? Siempre he dicho que con quien viene a buscar ayuda, siempre hay que ponerse en su lugar. Es una persona en ese momento minusválida en lo que se refiere a su salud y es trascendente lo que le digas y hagas. La comunicación es importante. A veces lo que quiere es que tú lo escuches.

Siempre presto a conocer

Mientras uno se sienta en buenas condiciones, independientemente de la edad, uno siempre tiene
que procurar dar el cien por ciento. Yo lo trato. Ahora ha bajado mucho el trabajo en la parte privada, por la situación económica que vivimos. Casi nunca me puse límite en el número de personas que vinieran a buscarme. A veces dejar de escucharlas, pudiese retrasar en qué ayudarlas. Mientras uno sienta que puede seguir dando y esté en condiciones… es como el boxeador, debe saber en qué momento colgar los guantes o el beisbolista, cuando colgar el bate. Hay un estudio inglés que decía que el hombre (masculino o varón) cuando llega a cierta edad, hace un análisis de lo que ha hecho, lo que logró, lo que no ha logrado y lo que le falta por lograr. Ese estudio revela que entre los cincuenta y los cincuenta cinco años, hace ese balance. Y es verdad. Es una edad en la que uno está en plenitud de condiciones. Y se dice: cumplí mis metas, ¿qué me falta para ser lo que quise ser? Me falta todavía escribir un libro. A lo mejor de historia. Esa edad es vital para uno. Es la edad en la que te dices: tengo mis hijos; la hembra ya tiene 30 años; el menor, 21. ¿Qué viene ahora? La hija es odontóloga. Ya me dio una nieta, que es la locura de la abuela. Me preguntan ¿qué se siente ser abuelo? Yo respondo: ser padre de nuevo. No me considero un hombre en la madurez total. Lo que sí estoy es presto a conocer: uno va conociendo día a día de cualquier área: de la medicina, de la literatura, de la historia, etc.

La vuelta a la barbarie

Sobre la Venezuela de hoy, te confieso que no sé si nos estamos devolviendo a la barbarie. Siempre he pensado que el hombre debe siempre tratar de ser mejor, me refiero en lo civil. La sociedad debe ser manejada por los civiles. Cuando hablo de civil, quiero decir ciudadanos. Soy muy respetuoso de las leyes. Y yo siento que en este país las leyes no se cumplen. Es una anarquía completa. Y uno observa eso en el área de la medicina, cuando nos involucramos en la medicina privada y en la medicina pública. Creo que en estos momentos no hay ningún miembro de la sociedad que viva con tanto drama el problema social, como el médico; sobre todo el médico que trabaja en el sistema público. Porque la parte privada es otro target de pacientes, aunque son enfermos. En el hospital se ve la realidad que realmente vivimos. Olvídate de televisión, de periódicos o de libros, no escuche opiniones, ¿quieres saber cómo está
el país? Vete a cualquier hora a la emergencia o servicios de urgencias del hospital. Allí está el reflejo de nuestra sociedad. Lo vemos en nuestro hospital central, que no es diferente al resto de los hospitales, porque conozco el hospital de Carúpano, el de Cumaná, el de Barcelona, etc. Todos son más o menos similares. Los hospitales son hoy lo más parecido a mercados. Por ejemplo, cuando yo hacía guardias en el hospital, que me tocaba ir de noche, me decía: este es otro mundo. Había un paciente en traumatología que había que hacerle su evaluación. Y no se podía mover. Y uno pasaba tarde, entraba al servicio de traumatología y me preguntaba ¿dónde están las enfermeras? Ellas se encerraban en sus cuartos, por seguridad. Aquí hay mucho malandros hospitalizados. Se ha llegado a decir, y me cuesta decirlo, que allí circula la droga. En el hospital, ¡ojo! ¡Te imaginas! Hubo directores que quisieron ponerle orden a eso, y no fue posible. Se ve gente vendiendo café, en plena revista médica. Eso en mi vida lo había visto, y mira que he estado en muchos hospitales. Allí se violan las normas más elementales, como, por ejemplo, mantener el acceso a la emergencia para que sea de libre circulación. Y ves que no puedes pasar, porque tienes gente vendiendo cosas en plena emergencia. Un hospital no puede verse como una institución cualquiera. Aquí tiene mejor servicio la gente que va a defender los presos en el edificio de
los tribunales. Tú ves ese edificio de mármol, con aire acondicionado. El Hospital de Maturín tiene ya más
de cincuenta años. La realidad que vive el país es la misma realidad que vive nuestro hospital. Uno aspira a una sociedad que vaya en progreso, y uno tendría que ver sus mejoras. Aspira que se respete a las personas, a las normas de actuar público. Yo todavía tengo esa costumbre, no la voy a llamar malas costumbres, de pararme cuando una persona está cruzando la calle. Pero a veces cuando me toca cruzar, nadie se para. Es impresionante. Y eso es grave. A mí me llama la atención el respeto a las embarazadas en México. Y no solo en ese país, recuerdo que en Rusia, no cederle un puesto a un viejito o a una embarazada era ganarse un rechazo de todo el mundo. Te lo decían en tu cara. Esa civilidad es la que no veo aquí.

La llaneza

Yo sé que es arrogante definirse uno mismo. Pero diría que me gusta ser llano, poco formal. Lo que me definiría, entonces, sería la llaneza, si existiera la palabra. Me gusta colocarme al nivel de la persona. Evitar que ella sienta que uno está por encima. Critico al médico que se endiosa. Creo que comete un gran error. La humildad es fundamental en esta profesión, ser muy humano. El dolor y la enfermedad afectan mucho. Y uno tiene que tratar de ponerse en el plano del paciente.