Rebelión en el chiquero

Dominique Lancastre*

*Poeta y cuentista haitiano

Cuento originalmente publicado en francés en la revista haitiana Potomitan.

Traducción: Celso Medina

Desde hace unas semanas nada es igual«. Dice Berte, la más anciana cerda del chiquero. Ella convoca a una gran reunión para discutir el tema de la alimentación que estaban recibiendo, tan pronto su amo sube a la furgoneta azul para la celebración de la misa dominical.

Berte yace en medio del chiquero y todos la escuchan atentos. « Desde hace unas semanas”, repite.

“Desde hace unas semanas, nuestro amo ha cambiado nuestra comida. Algunos de ustedes dicen que eso es maravilloso, pero yo no estoy tan segura. Veo a algunos de ustedes hartarse de cantidades monstruosas de comida, que nos sirven y nos obligan a comer, aprovechándose de nuestra voracidad. Algunas veces, nos llenan los platos de comida tres o cuatro veces al día. ¿No se han preguntado qué está pasando?”, dijo Berte.

Luego, después de un largo suspiro y gruñidos, Berte se puso de pie, en cuatro patas. Sus orejas apuntaban hacia adelante, y su cola, que parecía un sacacorchos, se meneaba de lado a lado. Su vientre casi tocaba el suelo, debido a sus grandes ubres.

El calor opresor la hacía babear, pero el sol aún no estaba muy alto en el cielo. Sus colmillos, que comenzaban a sobresalir de ambos lados de su boca, le daban su estatus de anciana del chiquero que nadie se atrevía a desafiar, excepto Agoulougwanfal.

“Nuestra casa se ha convertido en una pocilga”, continuó Berte, la cerda más anciana del chiquero.

“Comida por todas partes”.

“Nos comportamos como cochinos”.

“Pero somos cochinos”, protesta Agoulougwanfal, molesto. Esta reunión no parece complacerle.

“El amo nos engorda. Sí, nos engorda una y otra vez, nos da cada día más y más comida”, dijo. “Hay comida por todas partes. El pan de año y los plátanos verdes que nos servían crudos ahora los cocinan incluso con sal”.

Berte hace su último esfuerzo por conseguir que los demás cerdos se unan a su causa. Está convencida de que la comida abundante es solo una trampa para engordarlos. Recuerda como si fuera ayer el día en que su madre abandonó el chiquero un 24 de diciembre para nunca más volver. Todo había comenzado con una alimentación abundante.

La reunión que organizó Berte terminó por llamar la atención de otros animales de la finca. Una barra de hierro separaba a los cabritos de los cerdos. Alarmados por el movimiento del chiquero, los cabritos se acercaron y, con las orejas levantadas, escucharon atentos lo que pasaba.

Es entonces cuando llegó el cabrito Igor, a quien le habían dado ese nombre por su color blanco. Igor, venido del frío: así lo llamaban. Pero ahora estaba sucio y desaliñado, con la piel llena de barro y los cuernos enmarañados.

Igor salta de roca en roca, animando a los demás cabritos a seguirlo. Todos ellos saltan en el mismo impulso, y entonces, cuando nadie lo espera, empiezan a cantar.

“Es la fiesta de los cerdos, cerdos, cerdos” “Morcilla, asados, patés picantes, cerdo, cerdo !!!”

“Es la fiesta de los cerdos, cerdos, cerdos” “Asados, patés calientes, morcillas, cerdo, cerdo !!!”

“Es la fiesta de los cerdos, cerdos, cerdos” “Patés calientes, morcillas, asados, cerdo, cerdo”

Igor descansa un rato al otro lado de la valla, y los demás cabritos también. Luego, retoman los coros y vuelven a cantar sin detenerse.

Berte prefiere no escuchar las burlas de Igor, pues sabe que los cabritos de todos modos podrían terminar en colombo o fricasé en Pentecostés.

Se mantiene aún de pie y, a pesar de su gordura, camina por el chiquero, mirando a cada cerdo a los ojos con determinación.

“Sí”, dijo de nuevo. “El amo no nos ama”.

El alboroto causado por Igor y sus amigos alertó a las gallinas y gallos que escarban el suelo ligeramente húmedo. Los patos abandonaron el estanque donde nadaban pacíficamente.

Martha exige encabezar la fila y que ningún otro pato la supere.

Todos los animales vienen corriendo y asoman la cabeza por los agujeros de la cerca de alambre. El balido de los cabritos, el gruñido de los cerdos, el cacareo de las gallinas y el sonido de las castañuelas de los patos se mezclan en un gran concierto sin director.

Andrea, la oveja mayor, que había invitado a sus compañeras a pastar en la hierba fresca de una parte apartada de la casa, de cuya existencia solo ella sabía en ese momento, levantó la cabeza.

La agitación que llegaba a sus oídos le hizo sospechar que algo andaba mal en la casa.

“¡Nos vamos!”, dijo alarmada. Y todos la siguieron. Cuando llegaron al borde del chiquero, Andrea reconoció la voz de Berte y dijo:

“Es mi amiga Beeeeerte quien habla” “Escuchemos laaaaaaà”

Y las demás repiten todas juntas:

“Es tu amiga Beeeeeeerte quien habla” “Escuchemos laaaaaaà”

Otros cabritos se unen a Igor y cantan ahora cada vez más fuerte.

“Es la fiesta de los cerdos, cerdos, cerdos” “Morcilla, asados, patés picantes, cerdo, cerdo !!!”

“Es la fiesta de los cerdos, cerdos, cerdos” “Asados, patés calientes, morcillas, cerdo, cerdo !!!”

“Es la fiesta de los cerdos, cerdos, cerdos” “Patés calientes, morcillas, asados, cerdo, cerdo”.

Casi no se escucha a Berte y Andréa interviene para que cesara el alboroto. Entonces la voz de Berte es un poco más audible y se entiende.

“El amo no nos engorda sin alguna intención”, dice.

“¿Saben ustedes cuál es esa intención?”

Las ovejas y los cerdos se miran entre sí, sin saber qué decir.

Agoulougwanfal toma la palabra.

“Porque nos ama y por eso nos da mucha comida”, agrega fanfarroneando.

“Es tan simple como eso”.

“Yo como, yo como, yo como, yo como y me encanta comer”, dice, con una sonrisa en la cara.

“Comer, no hay nada mejor para nosotros los cerdos”.

“Somos útiles”, dice Berte.

“Así ayudamos a los humanos a desembarazarse de los desperdicios. Así, sin derroche”.

Así, sin derroche”. Agoulougwanfal es el cerdo más gordo de todos. No se le ven las costillas y, cuando camina, parece que rueda. Su voracidad es legendaria. Cuando come, empuja a los demás y da

cabezazos para atragantarse los trozos más grandes de los platos. Los demás lo dejan pasar.

Berte continua su discurso:

“El amo nos alimenta así para transformarnos en embutidos, patés, en asados. Igor no se equivoca. Hace bien en cantar. Porque así es como terminaremos todos si seguimos atiborrándonos de ese modo”.

Uno de los cerdos dice:

«No quiero terminar como embutido«.

«Ni yo en paté” aclaro otro.

«Ni yo en asado”, dice otra.

Y comienzan a temblar levantándose sobre sus dos patas.

«DINOS BERTE, DINOS RÁPIDAMENTE LO QUE DEBEMOS HACER ».

Berte les dice que la única solución es ponerse en huelga de hambre y enflaquecer hasta ver aparecer las costillas, y que el estómago se vuelva flácido.

Agoulougwanfal se rebela:

“Berte está loca, Berte está loca, les digo, Berte quiere matarnos a todos”. Comida

“Si escuchan a Berte, todos morirán”. “Morir de hambre para nada”.

E Igor vuelve a cantar:

“Es la fiesta de los cerdos, los cerdos, los cerdos”.

“Morcilla, asados, patés picantes, cerdo, cerdo !!!”

“Es la fiesta de los cerdos, los cerdos, los cerdos”.

“Asados, patés calientes, morcillas, cerdo, cerdo !!!”.

“Es la fiesta de los cerdos, los cerdos, los cerdos”.

“Patés calientes, morcillas, asados, cerdo, cerdo”.

El alboroto comienza de nuevo y nadie escucha al amo entrar velozmente en su camioneta. Solo se enteran cuando una gran explosión termina con su cacofonía.

El amo dispara un arma al aire. Los cabritos se refugian en los matorrales, con las orejas erguidas y aturdidos. Las gallinas vuelan de un lado a otro, dejando plumas en el aire. Los patos chasquean el pico y se sumergen en el estanque. Las ovejas, presas del pánico, huyen para refugiarse detrás de grandes rocas. Los cerdos se reúnen en un rincón del chiquero, temblando.

Se escucha a Agoulougwanfal decir en voz baja: “Lo sabía. Lo dije. Berte nos va a matar a todos”, dijo Agoulougwanfal.

“En cualquier caso, no voy a ir a la huelga”. Algunos pensaron que Agoulougwanfal podría tener razón y que la vejez le estaba jugando una mala pasada a Berte. Se unieron a Agoulougwanfal.

Otros, leales a Berte, confiaron en ella y decidieron ir a la huelga.

Las semanas pasaron. Agoulougwanfal y sus amigos a veces se atiborraban hasta dejar comida en el comedero, tanta era la cantidad. El amo se preocupó por la pérdida de apetito de algunos de sus cerdos e incluso llamó al veterinario, que no detectó ninguna enfermedad. Sin embargo, señaló que algunos cerdos estaban muy sanos. Se detuvo durante mucho tiempo en Agoulougwanfal. Este último despreciaba a los demás.

“Verá, estoy bien de salud”.

“¿Quién sabe? Me haré famoso e incluso le traeré un trofeo al amo”.

Berte ladea la cabeza y no dice nada.

El 23 de diciembre de ese año, Berte se despierta con un ruido parecido al que había escuchado cuando aún era muy pequeña. El amo había puesto a funcionar su amolador en su taller. Berte reconoció el ruido de los cuchillos que cortaban con precisión.

Esa noche, Berte no durmiò. El ruido del amolador permanece en su mente. Tiene miedo. Sabe que algo horrible pasará al día siguiente. Mira la luna en el cielo. Mira las estrellas, mira las constelaciones. Pero se cuida de no comunicar su miedo a aquellos en quienes confía.

Da una vuelta por los alrededores donde Agoulougwanfal duerme. Él no escucha nada. Ronca con fuerza. La comida lo fatiga y se la pasa durmiendo. Los otros de su banda, sobre todo los cerdos rosados, no hacen sino dormir y comer.

La tarde siguiente, el amo y otras personas del pueblo colocaron sobre tres gruesas rocas un barril para calentar agua. Enciendieron el fuego con grandes troncos de leña seca.

Berte, que no había cerrado los ojos en toda la noche, observaba. Su corazón latía con fuerza y, por primera vez, sus patas temblaban cuando el amo empujó la puerta del chiquero.

Agoulougwanfal, que dormía plácidamente en el calor, fue agarrado por los hombres y llevado al taller. Se escucharon ruidos de láminas y madera, como si Agoulougwanfal estuviera luchando contra ellos.

Se escuchó a Agoulougwanfal pedir ayuda. “Auxilio, Berte”, gritó.

Desafortunadamente, Berte no pudo hacer nada por él.

Los demás se reúnen detrás de Berte. Todos están asustados. Desde el barril de agua caliente,

emerge la cabeza de Agoulougwanfal. Los más temerarios ven pasar las patas, las costillas, las mejores piezas de Agoulougwanfal en bolsas de plástico de los habitantes del pueblo.

Pobre Agoulougwanfal, está repartido en las mesas del pueblo ese día de navidad.

El chiquero está de duelo en un día de fiesta para los humanos.